La guerra cristera, que estalla en 1926, es característica del periodo callista. Fue un movimiento social y político complejo, resultado de la tensión acumulada entre representantes de la Iglesia católica y católicos, con los nuevos gobiernos mexicanos, en particular con el gobierno de Calles. La Iglesia no aprobaba los artículos 3°, 5°, 24, 27 y 130 de la Constitución de 1917, porque afectaban sus intereses, al establecer la libertad de creencias, prohibirle la propiedad de bienes inmuebles, tener que someterse a la normatividad gubernamental en materia de cultos y contenidos educativos, así como al limitar la libertad de expresión y participación política de los sacerdotes.
Había un ambiente anticlerical permeando las acciones de los gobiernos posrevolucionarios, que consideraban necesario limitar la influencia que la Iglesia tenía en la población. La confrontación entre esta institución y sus seguidores, y el gobierno callista, se expresó a través de boicots mutuos, expulsión de sacerdotes extranjeros, criminalización de seguidores de la Iglesia, suspensión del culto en ámbitos públicos y privados, etcétera. Ante cada reacción del gobierno las autoridades católicas implantaban una propia, y viceversa.
En diciembre de 1926 la movilización cristera se transformó en levantamiento armado bajo el lema “¡Viva Cristo Rey!”. En poco tiempo el occidente mexicano -Jalisco, Guanajuato, Michoacán, principalmente- era un polvorín. El gobierno federal movilizó nuevamente al ejército, a una gran cantidad de tropas, y como en 1923 “obtuvo el apoyo de contingentes agraristas” porque entre las inconformidades de buen número de cristeros se contaba su oposición a la reforma agraria y a la conformación de ejidos.
A través del movimiento cristero, se manifestaron inconformidades sentidas por importantes sectores sociales mexicanos relacionadas con los cambios políticos, sociales y económicos que produjo la revolución. Esta guerra duró tres años (1926-1929) y no fue fácil para el gobierno controlarla.
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